Desde hace algún tiempo he ido guardando en una caja roja algunas historias, relatos, microcuentos y pensamientos. Algunos reales, otros imaginarios. Ahora los comparto con vosotros...

martes, 15 de noviembre de 2016

El tren de los extraños



Me despierto con la cabeza apoyada en el cristal de la ventanilla. Noto un leve traqueteo en el asiento. Al mirar hacia fuera veo un campo inmenso, amarillo y verde, sin ninguna casa ni construcción a la vista. Un poste de la luz pasa lentamente hacia atrás. Luego otro. Y otro. Sin duda, estoy en un tren que viaja muy despacio, pero a velocidad constante. El sol empieza a salir por el horizonte y me apunta directamente a los ojos. O quizás empieza a ponerse, no estoy seguro. Miro alrededor y no veo a nadie más en mi vagón. ¿Cómo he subido a este tren? ¿Hacia dónde se dirige? No consigo recordarlo.

Me levanto del asiento buscando con la mirada alguna señal que me ayude a conocer el destino. Nada. En la parte trasera del vagón hay una puerta. “A lo mejor en otro vagón alguien me puede ayudar”, pienso. Al abrir la puerta veo a varias personas extrañas sentadas en los asientos.

Un hombre muy mayor uniformado como un soldado prusiano me mira con odio. Tiene un bigote totalmente blanco y enorme, le tapa casi toda la cara. Lleva el casco puesto, con pincho incluido, y parece ridículo. Pero sus ojos me asustan, son profundos y transmiten una agresividad terrible. Me sigue mirando fijamente. Me lanza un grito desgarrador, rabioso. Paso de largo sin atreverme a seguir mirándole, con miedo a que se abalance sobre mí.

Una chica joven, de pelo rubio, largo y lacio, está haciendo malabares con varias pelotas. Las mantiene en constante movimiento, sin que ninguna haga el amago de salirse de su órbita. Me pregunto cómo puede conseguirlo dentro de un tren en movimiento. Tiene los ojos fijos en las pelotas, concentrada y seria. Cuando paso por su lado uno de sus ojos, sólo uno, me mira descaradamente. El otro ojo sigue fijo en las pelotas. Se ríe a carcajadas como una loca. Le faltan varios dientes y me resulta muy desagradable. Las pelotas siguen en movimiento vigiladas por un solo ojo.

Una pareja se besa apasionadamente en dos asientos contiguos. Parecen sacados de una fotografía de principios del siglo XX, vestidos de gala, como si estuvieran en una boda o una fiesta. Se tocan y acarician sin disimular lo más mínimo, riendo sin parar. Sin fijarse en nadie se levantan de los asientos, corren de la mano para entrar directamente en el baño del vagón. Parece que sí les avergüenza que les vean follar en público. No han pasado ni quince segundos cuando los dos salen del baño y se dirigen de nuevo a sus asientos. Ella va cogida de su brazo, seria y formal. Él anda muy erguido y digno. Al sentarse vuelven los besos, las caricias y la lujuria.

Al fondo del vagón un grupo de enanos cantan a coro una especie de himno funerario. Llevan camisetas deportivas sin mangas, todas iguales. Deduzco que son de algún club que van a alguna competición. Todos los enanos tienen la cara desfigurada. Unos con cicatrices enormes, otros con quemaduras grotescas. Sólo la directora del coro, equipada con los mismos colores que los enanos, tiene una cara sin marcas trágicas. Pero mueve los brazos compulsivamente, sin ritmo, sin armonía, desacompasada de la melodía que graznan los enanos, cada vez más lúgubre y grave.

La puerta por la que he llegado al vagón se abre a mi espalda. Me giro y veo al revisor, alto, esbelto, con barba perfectamente cuidada. “Al fin alguien normal”, pienso. Sin querer mirar al resto de pasajeros, me dirijo directamente hacia él.

- Disculpe, estoy un poco confuso – le digo frotándome la cabeza que ha empezado a dolerme de repente.
- ¿En qué puedo ayudarle? – la voz del revisor es pausada y agradable. La pregunta llega acompañada de una sonrisa que me tranquiliza.
- No recuerdo cuándo ni dónde ni cómo he subido a este tren. ¿Puede decirme el destino, por favor?
- ¿El destino? – parece dudar antes de responderme – Pues no hay un destino fijo. En realidad, no recuerdo que nadie haya bajado nunca de este tren. Los pasajeros suben, pero no bajan.

Ahora el que dudo soy yo. Vuelvo a mirar confuso al prusiano agresivo, la rubia malabarista, la pareja de amantes, el equipo de enanos y al revisor.

- Pero, entonces… ¿dónde va este tren? ¿Quiénes son estos pasajeros? No entiendo nada…
- Este es el tren de los extraños – me responde el revisor con mucha calma, como si fuera algo evidente –. A los raros del mundo los montan en este tren. Aquí no desentonan.
- ¿Qué les montan en el tren? ¿A los raros? – empiezo a sentirme mareado – Eso no tiene ningún sentido…
- Sí lo tiene, ya lo entenderá – me vuelve a sonreír condescendiente –. Por cierto, ¿su billete, por favor?